La crisis de la vivienda es reflejo de una sociedad en la que el sector inmobiliario se ha convertido, desde hace décadas, en pieza esencial del modelo de capitalismo español, tanto en unos periodos de expansión económica que conllevan cierto descontrol de los precios de la vivienda, como en el origen de crisis como la que estalló en 2007 y en el periodo recesivo posterior, asociado a un masivo proceso de desposesión en forma de desahucios por ejecución hipotecaria. Y dice mucho, también hoy, en tanto se ha convertido en factor clave de una brecha social, generacional y territorial que se profundiza y alimenta el descrédito de la acción política, ampliando la audiencia de quienes proponen soluciones simples para un problema complejo. A la dualización que algunos señalan entre quienes poseen vivienda(s) y quienes necesitan acceder a ella, o a la situación de unos jóvenes con crecientes dificultades de emancipación, es preciso añadir la constante ampliación de unos espacios de exclusión, donde no puede residir buena parte de los ciudadanos por los precios prohibitivos de la vivienda en venta o alquiler, con bastantes barrios de las grandes ciudades y algunos otros núcleos metropolitanos, junto a las áreas de turismo intensivo, como principales pero no únicos exponentes.
Esta crisis de la vivienda es, para muchos analistas cuyos diagnósticos se difunden luego mediante potentes altavoces, un problema de mercado, derivado del desajuste entre una oferta insuficiente por la escasez de suelo finalista, la lenta tramitación administrativa, o las restricciones urbanísticas y ambientales, respecto a una demanda en expansión derivada del aumento de la población urbana y del número de hogares, o del desarrollo turístico. Sin duda, la construcción de nuevas viviendas sigue lejos del nivel alcanzado en los años de la burbuja -con los elevados costes que se derivaron- y el mayor rigor en la concesión de créditos hipotecarios que impusieron los Acuerdos de Basilea III (2010), junto al creciente alejamiento de precios inmobiliarios y salarios, a lo que se suman persistentes niveles de incertidumbre laboral y precariedad, ayudan a explicarlo. Pero, si se amplía nuestra perspectiva más allá de nuestras fronteras, se comprueba que se trata de un fenómeno bastante generalizado, que afecta a muchos países y encarece con rapidez tanto los precios de la vivienda como, aún más, las rentas del alquiler. Solo en la Unión Europea, según los datos de Eurostat (Housing in Europe, 2024), el precio medio creció un 48,1% entre 2015 y 2023, con España en un nivel similar (47,9%), pero superó el 100% en los casos de Hungría, República Checa, Lituania y Portugal, incrementando así el estrés residencial que padece buena parte de la población europea.
Esa evidencia exige incorporar a la ecuación una variable poco considerada en ese tipo de análisis como es la financiarización, es decir, la creciente atracción que ejerce el sector inmobiliario para un capital nacional e internacional que considera hoy la vivienda como una inversión a la vez segura y rentable, invirtiendo de forma masiva en numerosos mercados. En España, la construcción de 6,5 millones de viviendas entre 1996 y 2007 se cimentó en una montaña de créditos a promotores y compradores por parte de bancos y cajas de ahorros, con 9,8 millones de hipotecas concedidas por un importe superior al billón de euros. Conviene tener presente que ese rápido aumento de la oferta residencial no impidió que el precio medio de la vivienda se triplicase hasta alcanzar los dos mil euros por metro cuadrado, ante la abundancia de un dinero ficticio que alimentó la especulación. Desde 2013, ese protagonismo lo tienen fondos de inversión transnacionales, SOCIMIs y EDAVs, que han basado su negocio en la compra a precio de saldo de los grandes paquetes de viviendas desahuciadas en poder de los bancos y la SAREB, a lo que suman en ocasiones la construcción de obra nueva, pero ahora con destino mayoritario al alquiler (build to rent). Lo esencial del negocio inmobiliario se trasladó así de la venta a la renta, con un núcleo de arrendadores profesionales cuyo objetivo es el reparto anual de dividendos entre sus accionistas o inversores, lo que conlleva una política de incremento constante de precios. A estos se suman un elevado número de pequeños y medianos propietarios que surfean esa ola ascendente y se benefician de esa tendencia alcista. Su contrapunto es la pesada carga que supone para una población cautiva, que no puede acceder a la compra, con los jóvenes, los trabajadores precarios y los inmigrantes como principales exponentes por superar el 50% de sus miembros integrados en el mercado del alquiler como inquilinos, según la última Encuesta de Condiciones de Vida del INE.
Pero la crisis de la vivienda tiene también su geografía, pues ese mercado está muy segmentado tanto desde el punto de vista social como espacial. Aunque el encarecimiento del alquiler se ha difundido y generalizado, su crecimiento en la última década superó el 100% en núcleos turísticos del litoral mediterráneo y los archipiélagos (con Estepona, Adeje, Arona, Arrecife, Santa Eulalia del Río o Mijas por encima del 140%) y en grandes áreas urbanas, más aún si suman ambas características (con Esplugues de Llobregat, Valencia, Paterna, Málaga, Palma, Alicante o Barcelona en valores máximos). En el extremo opuesto, esos incrementos no alcanzaron el 40% en pequeños centros urbanos de las regiones interiores y antiguas ciudades industriales que han enfrentado cierto declive (con Puertollano, Palencia, Ciudad Real, Linares, Córdoba o Ponferrada en los valores más bajos) y en núcleos rurales, donde el problema central suele ser la escasa oferta en alquiler. Territorializar, por tanto, la acción pública exigirá combinar medidas de carácter general con respuestas locales diferenciadas y adaptadas a situaciones específicas, lo que incide sobre una necesaria y difícil coordinación interinstitucional.
Por último, en relación con esas acciones que algunos califican de intervencionistas, debe recordarse que la intervención pública ha estado siempre presente en el mercado de la vivienda. Lo que cambia es qué y a quién favorece o perjudica en cada caso esa normativa y esas políticas. Así, por ejemplo, la burbuja inmobiliaria hubiera sido imposible sin medidas financieras y fiscales de apoyo como la desgravación a la compra de vivienda (1978), la liberalización del mercado hipotecario (1981) y de la titulización (1992), o la del alquiler (1985). También sin otras en materia de urbanismo y ordenación del territorio como la Ley del Suelo (1998), que multiplicó el stock urbanizable, permitió la presencia de agentes urbanizadores privados en el planeamiento, etc. Por tanto, la acción del Estado destinada a priorizar la función de la vivienda como bien de uso, en beneficio de la mayoría social, frente a su visión como bien de inversión, resulta hoy no solo plenamente justificable y necesaria, sino también urgente. Tanto mediante la promoción pública de vivienda asequible en alquiler, la regulación del mercado para evitar los actuales excesos, la protección a los grupos sociales y territorios más vulnerables, o la colaboración con organizaciones ciudadanas para proporcionar alternativas habitacionales vinculadas a la economía social. Aunque el principal reto actual es materializar esas medidas -que son complementarias entre sí- para ofrecer soluciones a corto y largo plazo, confrontar también el relato que reincide en explicaciones y propuestas similares a las de hace tres décadas resulta un objetivo que no debe ser ignorado y quienes trabajan en el ámbito de las ciencias sociales tienen ahí una especial responsabilidad.
Para saber más:
Méndez, R. (2023). Tiempos críticos para el capitalismo global. Una perspectiva geoeconómica. Madrid: Revives, pp. 172-182 [https: revives.es/publicaciones/tiempos_criticos]